Antología de textos

«Todo tiene su momento, y cada cosa su tiempo bajo el cielo: su tiempo el nacer y su tiempo el morir; su tiempo el plantar y su tiempo el arrancar lo plantado; su tiempo el matar y su tiempo el sanar; su tiempo el destruir y su tiempo el edificar; su tiempo el llorar y su tiempo el reír; su tiempo el lamentarse y su tiempo el danzar; su tiempo el lanzar piedras y su tiempo el recogerlas; su tiempo el abrazarse y su tiempo el separarse; su tiempo el buscar y su tiempo el perder…»  (Eclesiastés 3,1-8).
«¡Pero no! Cristo resucitó de entre los muertos como primicias de los que durmieron. Porque, habiendo venido por un hombre la muerte, también por un hombre viene la resurrección de los muertos. Pues del mismo modo que en Adán mueren todos, así también todos revivirán en Cristo. Pero cada cual en su rango: Cristo como primicias; luego los de Cristo en su Venida. Luego, el fin, cuando entregue a Dios Padre el Reino, después de haber destruido todo Principado, Dominación y Potestad. Porque debe él reinar  hasta que ponga a todos sus enemigos bajo sus pies. El último enemigo en ser destruido será la Muerte. Porque  ha sometido todas las cosas bajo sus pies.  Mas cuando diga que “todo está sometido”, es evidente que se excluye a Aquel que ha sometido a él todas las cosas. Cuando hayan sido sometidas a él todas las cosas, entonces también el Hijo se someterá a Aquel que ha sometido a él todas las cosas, para que Dios sea todo en todo.»  (1ra Carta a los Corintios 15,20-28).
«Hermanos, no queremos que estéis en la ignorancia respecto de los muertos, para que no os entristezcáis como los demás, que no tienen esperanza. Porque si creemos que Jesús murió y que resucitó, de la misma manera Dios llevará consigo a quienes murieron en Jesús.»  (1ra Carta a los Tesalonicenses 4,13-14).
«Como ellas temiesen e inclinasen el rostro a tierra, les dijeron: “¿Por qué buscáis entre los muertos al que está vivo?»  (Lucas 24,5).
«Hasta entonces nosotros tuvimos fuerza para contener las lágrimas, pero al verlo beber y después que hubo bebido, ya no fuimos dueños de nosotros mismos. Yo sé decir que mis lágrimas corrieron en abundancia, y a pesar de todos mis esfuerzos no tuve más remedio que cubrirme con mi capa para llorar con libertad por mí mismo, porque no era la desgracia de Sócrates la que yo lloraba, sino la mía propia pensando en el amigo que iba a perder» Platón, Obras completas, V, Medina y Navarro editores, Madrid 1871, 111. Traductor P. Azcárate.
«En efecto, no hay un solo escrito de nadie sobre el alivio de la tristeza que no haya leído en tu casa; pero el dolor supera todo consuelo. Más aún, he hecho lo que con seguridad nadie ejecutó antes que yo: dedicarme yo mismo un escrito de consolación. […] Te aseguro que no existe consuelo parecido. Escribo directamente sin parar, no porque haga algún progreso, sino porque en ese rato me distraigo. […] Algo ayuda la soledad, pero mucho más me ayudaría si, pese a todo, tú la compartieras; este es el único motivo para marcharme de este lugar, pues dadas mis desgracias, resulta adecuado. Pero esto mismo me aflige; pues ya no podrás ser igual conmigo: ha muerto aquello que tú amabas» Cicerón, Carta dirigida a Ático (Att. 251,3), el 8 de marzo del año 45.
«Todo se ha ensayado inútilmente; y las reconvenciones de tus amigos, a quienes has fatigado, y la autoridad de personajes importantes, parientes tuyos, y las bellas letras, preciosa herencia de tu padre, han sido vanos consuelos, apenas capaces de ocupar un instante tu ánimo: tu oído está sordo y pasan sin impresionarte: el tiempo mismo, ese remedio natural que calma las aflicciones más grandes, en ti sola ha perdido su influencia. Tres años han pasado ya, y no ha calmado la primera violencia de tu dolor. Diariamente se renueva y fortalece, habiendo formado derecho con su duración, llegando al punto de avergonzarse de cesar» Séneca, Consolación a Marcia, Nro. 1.
Hay personas que ante el sufrimiento «se abandonan a él, lo conservan y aún lo acarician» Séneca, Consolación a Marcia, Nro. 2.
«Mientras la madre sobrevivió al hijo, no puso término a su llanto y gemidos, ni admitió palabras que distrajesen su dolor, rechazando a cuantos se las dirigían. Fija en el único pensamiento que ocupaba su ánimo, toda su vida permaneció como en los funerales: no osaba levantarse de su abatimiento, y diré más, rehusaba que se le aliviase, creyendo segundo quebranto la renuncia de las lágrimas. No quiso conservar imagen alguna de su querido hijo ni oír jamás hablar de él. Detestando a todas las madres, odiaba especialmente a Livia, porque le parecía que el hijo de ésta heredaba la felicidad prometida al suyo. No amando más que la soledad y el retiro, no mirando ni siquiera a su hermano, rechazó los versos hechos para celebrar la memoria de Marcelo, así como los demás homenajes de las artes, y cerró sus oídos a todo consuelo. Alejóse de todas las ceremonias solemnes; cobró aversión a los esplendores que irradiaba por todas partes la fortuna fraternal y se sepultó en su retiro. Rodeada de sus hijos y de sus nietos, nunca abandonó su lúgubre traje, no sin ofensa de todos los suyos, porque estando vivos se consideraba sola» Séneca, Consolación a Marcia, Nro. 2.
«Te ruego y suplico además no te hagas difícil e intratable para tus amigos. No debes ignorar que ni uno de ellos sabe cómo comportarse contigo; si alguna vez han de hablar en presencia tuya de Druso, o callar, cuándo olvidar su nombre es ultraje para aquel esclarecido joven, y pronunciarlo lo es para ti.[…] Así, pues, permite y hasta provoca las conversaciones en que te hablen de él; presta atento oído a su nombre, a su memoria; que no te pese esto, como a tantas otras que creen en tales quebrantos que es parte de la desgracia escuchar consuelos. Hasta ahora te has apoyado completamente sobre la parte dolorida, y olvidando lo mejor, sólo has considerado tu fortuna por su lado más triste. En vez de recordar los días felices pasados con tu hijo, el encanto de sus expansiones, la dulzura de sus caricias infantiles, sus adelantos en las letras, te complaces en ver las cosas bajo su aspecto más doloroso; y como si no fuesen bastante horribles por sí mismas, las oscureces cuanto puedes. Ruégote no tengas la depravada ambición de considerarte la más desgraciada de las mujeres» Séneca, Consolación a Marcia Nro. 5.
«Tu dolor, oh Marcia, en el caso de que raciocine, ¿tiene por objeto tu desgracia o la de tu hijo, que ya no existe? ¿Lo que te aflige en esa pérdida, es que no has gozado de tu hijo, o bien que podías gozar más si se hubiese prolongado su vida? Si dices que no has recibido de él goce alguno, haces más soportable tu desgracia, porque se lamenta menos la pérdida de lo que no ha ocasionado placer ni felicidad. Si confiesas que has experimentado grandes regocijos, no debes quejarte de los que te han arrebatado, sino agradecer los que has recibido» Séneca, Consolación a Marcia Nro. 12.
«Pero vivimos, y hay que buscar alguna razón para vivir. […] Porque ya no perseveramos para alguna utilidad nuestra, sino que toda nuestra preocupación mira hacia el provecho de otros, si es que en algo es útil el escribir» Quintiliano, Instituciones oratorias VI, proemios 14.
«Como, cuando mueren los hijos, las fatigas arrojadas al viento, las penas soportadas en vano parecen acrecentar la angustia, así, también en el caso de los hermanos, la afectuosa continuidad de los vínculos, vuelve más viva la aspereza del dolor» San Ambrosio, De excessu fratris número 68.
«No hemos cometido con nuestras lágrimas una culpa grave: no todo llanto es signo de infidelidad y de debilidad. Una cosa es el dolor que depende de la naturaleza y otra es la tristeza que deriva de la falta de fe. He aquí una gran diferencia. […] Las lágrimas son un signo de afecto, no un estímulo al dolor. […] He llorado también yo, lo confieso, también lloró el Señor Jesús. Él lloró a un extranjero, yo a un hermano», Ibid., 10. «¿Cómo podrán cesar si, cada vez que viene pronunciado tu nombre, surgen las lágrimas y mis costumbres suscitan tu recuerdo, el afecto evoca tu imagen y el recuerdo renueva el dolor?», Ibid., 72. «Incluso las lágrimas son dulces, incluso el llanto agradable; con ellos se apaga el fuego del alma y se desvanece, como si se relajara el ansia de ti», Ibid., 74. «¡Oh noches bañadas del llanto!», Ibid., 74. «Llorar orando es signo de virtud» San Ambrosio, De excessu fratris número 76.
«El del amor es un tierno impulso que suscita un imprevisto afecto, de manera que te deja la capacidad de sedar el dolor, más que de eliminarlo…» San Ambrosio, De excessu fratris número 14.
«Sabemos con certeza que nuestro Nepociano está con Cristo, pero no podemos soportar el vacío de su ausencia, y sufrimos no por su suerte, sino por la nuestra. […] Cuanto él es más feliz, tanto mayor es nuestro dolor por carecer de tal bien» San Jerónimo, Carta número 60 a Heliodoro, numero 7.
«¡Con qué dolor se entenebreció mi corazón! Cuanto miraba era muerte para mí. La patria me era un suplicio, y la casa paterna un tormento insufrible, y cuanto había comunicado con él se me volvía sin él crudelísimo suplicio. Le buscaban por todas partes mis ojos y no parecía. Y llegué a odiar todas las cosas, porque no le tenían ni podían decirme ya como antes, cuando venía después de una ausencia: «He aquí que ya viene». Me había hecho a mí mismo un gran lío y preguntaba a mi alma por qué estaba triste y me conturbaba tanto, y no sabía qué responderme. […] Sólo el llanto me era dulce y ocupaba el lugar de mi amigo en las delicias de mi corazón» San Agustín, Las confesiones, IV, 4,9.
«Cuando se piensa esto y se hace presente por la violencia de la costumbre, el corazón queda herido y el llanto brota como sangre del corazón» San Agustín, Carta a Sapida.
«El mismo Señor, Dios nuestro, en efecto, para nosotros igualmente Padre y Maestro de piedad, nos ilumine por boca de aquel celeste vaso de elección, diciéndonos de “alegrarnos con aquellos que están en la alegría y de llorar con aquellos que están en el llanto” (Rm 12,15), de asociarnos en el dolor, además de cargar mutuamente el peso de los otros, de modo que con el mutuo apoyo fortifiquemos la fe común y levantemos los ánimos contritos. Dios da tanta importancia a esta tarea que ha prometido a quien lo ejerza, mediante la voz del profeta, que será exaltado a manera de roca fuerte porque “un hermano ayudado por otro hermano será exaltado como una gran ciudad” (Prov 18,19), de tal modo que el fraterno apoyo acarree consolación en el alma en pena y, como un baluarte, haga resistencia en los varios asaltos de la mente oprimida» San Paulino de Nola, Carta XIII a Pammachio.
«¡Ay de mí! ¿Qué debería decir? Me encuentro entre un dudoso e incierto sentimiento de conmoción. ¿Debería alegrarme o dolerme? El niño merece una y otra cosa. […] El amor por él me hace llorar y el mismo amor me sugiere la alegría. […] La fe me empuja a gozar y la piedad me hace llorar. […] Me aflijo porque en tan breve tiempo ha sido dado a sus progenitores de este gracioso arbusto tan pequeño fruto. Pero si voy a considerar los bienes de la vida eterna…» San Paulino de Nola, Carm., XXXI.
«Él lloró por compasión, ¿y no puedo llorar yo por mi padecimiento? Junto al sepulcro de Lázaro no reprendió a los que lloraban, ni prohibió el llanto; es más lloró con los que lloran: “Y Jesús se echó a llorar”» San Bernardo de Claraval, Sermón sobre el Cantar de los Cantares XXVI,12.
«Siento dolor por ti, Gerardo carísimo, no porque tú seas de compadecer, sino porque me has sido quitado. Por esto, quizás, debería dolerme más por mí mismo, que bebo el cáliz de la amargura» San Bernardo de Claraval, Sermón sobre el Cantar de los Cantares XXVI,10.
«Lloro, en primer lugar, sobre mi personal herida y sobre la pérdida…» San Bernardo de Claraval, Sermón sobre el Cantar de los Cantares XXVI,12.
«Me ha sido amputada una parte de mí, ¿y se me dice: No llorar? Me han sido arrancadas las vísceras y se me dice no sentir? Siento, siento, porque mi fortaleza no es aquella de las piedras y mi carne no es de bronce. Siento, sí, y de ello me duelo, mi dolor me está siempre presente» San Bernardo de Claraval, Sermón sobre el Cantar de los Cantares XXVI,12.
San Bernardo, escribiendo del duelo de su hermano Gerardo, expresa: «Estaba quebrantado y no hablaba. Pero el dolor reprimido echó raíces más profundas en mi interior; y creo que se intensificó más, por no haberle permitido su desahogo. Lo confieso: me ha vencido. Debe salir fuera lo que sufro dentro. Sí, brote mi llanto…» SAN BERNARDO DE CLARAVAL, Sermón XXVI,3 en Sermones sobre el cantar de los cantares, BAC, Madrid 2014, página 311.
«Tu dolor es el que siento,/ tu dolor es el que duele; / este dobla mi tormento,/ este no me dexa tiento,/ para que yo te consuele./ Que tan agustiado padre/ […] ¿como podra consolar/ a tan afligida madre…?» Gómez  Manríquez, Consolatoria para doña Juana de Mendoza versos 372-381.
«Y asi, señora, pensé de hazer este tratado para consolacion de tu merced y para mi descanso, porque descansando en este papel como si contigo hablara, afloxase el heruor de mi congoxa, como haze el de la olla cuando se sale, que por poco agua que salga, auada mucho y ella no rebienta» Gómez Manríque (s. XV), en Consolatoria para doña Juana de Mendoza, versos 28-29.
«La licencia que por una parte me daba la razón, me la quita por otra la compasión» SAN JUAN DE ÁVILA, Obras completas IV, Epistolario, BAC, Madrid, 175.
«Veo a vuestra señoría muy apegada con la tristeza y adormecida con la amargura, y tan cansada de vivir, que escogería de buena gana el morir» SAN JUAN DE ÁVILA, Epistolario, BAC, Madrid, 172.
«Saeta tan aguda para herir y tan dificultosa para salir» SAN JUAN DE ÁVILA, Epistolario, BAC, Madrid, 167.
«El sufrimiento tapado es como un horno cerrado: arde y reduce a cenizas el corazón que lo encarcela» W. SHAKESPEARE, Tito Andrónico, acto II, escena IV.
«Y vos, dichoso niño, que en siete años / que tuvistes de vida, no tuvistes / con vuestro padre inobediencia alguna, / corred con vuestro ejemplo mis engaños, / serenad mis paternos ojos tristes, / pues ya sois sol donde pisáis la luna;/ de la primera cuna / a la postrera cama / no distes sola un hora / de disgusto, y agora / parece que le dais, si así se llama / lo que es pena y dolor de parte nuestra, / pues no es la culpa, aunque es la causa vuestra» Lope de Vega con motivo de la muerte de su hijo Carlos Félix, en Rimas Sacras, 485-490, en Obras poéticas.
El 14 de febrero de 1901, san Charles De Foucauld escribía una carta a su hermana Mimí. Hacía un año que había muerto su sobrino Regis, al poco tiempo de nacer: «Que Regis tenga siempre un lugar en las conversaciones de la familia: acordaos todos de él; que no sea ni olvidado de sus hermanos ni hermanas, ni dejado en silencio; que se hable de él frecuentemente, como si viviera; está más vivo que todos nosotros, que vivimos sobre esta tierra; él es el único de todos tus hijos que está perfectamente vivo, pues sólo él posee la vida eterna que nosotros podemos perder, ¡ay!, como tantos otros la pierden; pero que este querido Regis nos ayudará a obtener. […] Yo le rezo a menudo y con fruto. Le pido que me enseñe a orar; pídeselo tú también y enseña a tus hijos a que se dirijan a él en sus necesidades. ¡Los ama tanto y es tan poderoso!» CH. DE FOUCAULD, “Escritos Espirituales”, Herder, Barcelona 1979, 72.
«Nunca sentimos nuestra vida con más intensidad que en un gran amor y en un duelo profundo» R.M. RILKE, Elegía del Duino, 1.
«Yo creo que casi todas nuestras tristezas son momentos de tensión que nosotros percibimos como parálisis, porque ya no sentimos la vida de nuestros sentidos alienados. Porque estamos solos con el extraño que se nos ha introducido; porque, por un momento, se nos arrebata todo lo habitual y lo que nos inspiraba confianza; porque nos encontramos en una encrucijada donde no podemos permanecer. Por ello, también la tristeza pasa: lo nuevo en nosotros, lo que nos ha llegado, se ha introducido en nuestro corazón, ha llegado a su cámara más recóndita y tampoco está allí; se encuentra en la sangre. Y no experimentamos qué ha sido. Se nos podría hacer creer fácilmente que nada ha ocurrido y, sin embargo, hemos cambiado como cambia una casa en la que ha entrado un huésped. No podemos decir quién ha llegado, tal vez no lo sepamos nunca, pero muchos indicios hablan del futuro que acaba de entrar para transformarse en nosotros, mucho antes de que acontezca y se manifieste» R.M RILKE, Cartas a un joven poeta, 8.
«Hasta muriéndome me hiciste bien, / porque la pena de aquel edén / incomparable que se perdió, / trocando en ruego mi vieja rima, / llevó mis ímpetus hacia la cima, / pulió mi espíritu como una lima/ y como acero mi fe templó» A. NERVO, Hasta muriéndote, en La amada inmóvil, Fondo de cultura económica, Madrid, 1999, páginas 80-81.
«El duelo nos hace mal, pero también nos introduce en el misterio de nuestra vida, en el misterio de nuestra persona, además en el misterio del difunto y en el misterio de Dios» A. GRÜN., Vivir el duelo significa amar.
«Es como entrar en un túnel, que al principio es oscuro y tiene un poco de agua; de a poco sientes que se te mojan los pies; aún está oscuro, el agua sigue subiendo y por el momento no se ve claridad, pero no te ahogas, porque en determinado momento y casi sin darte cuenta comienza la claridad y llega el tiempo en que pisas en seco. Claro que esto no es magia; es un proceso lento que necesita ayuda, para que las heridas sanen desde lo profundo hasta la superficie. Al principio duele, pero a medida que se trabaja sobre la muerte del ser amado el dolor se vuelve más calmo. Siempre duele, pero cada vez con más serenidad, hasta que un día aprendes a resignificar la vida, a darle un nuevo sentido» M. BAUTISTA., Duelos para la esperanza, San Pablo, Buenos Aires 2017, páginas 17-19.
«Hoy a quince meses de ser viuda, siento que los fragmentos de mi vida se van uniendo y reparando como en la técnica del Kintsugi japonés. Es una práctica que repara las fracturas de la cerámica con resina a base de polvo de oro. Forma parte de una filosofía que plantea que las fracturas de un objeto deben mostrarse en lugar de ocultarse, transformando así la pieza reparada y dándole un nuevo valor. Cuánta similitud con nuestro sufrimiento en el proceso del duelo que pareciera rompernos por dentro y dejándonos múltiples cicatrices, ¿no? El paso del tiempo desgasta la cerámica, pero también desgasta nuestro cuerpo y nuestra alma hasta que nos rompe no sólo por fuera mediante el llanto, sino también por dentro a través de la pena y el sufrimiento. Pero lo bueno y esperanzador que tiene esa rotura tanto en el objeto como en nosotros es que se pueden reparar los objetos mediante el polvo de oro y rehabilitar las personas mediante la resiliencia. Ésta es la capacidad que tenemos para afrontar situaciones adversas, asumirlas, soportarlas y salir fortalecidos de ellas» M. BAUTISTA, Duelos para la esperanza, páginas 36-37.