Decálogos del Duelo

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Decálogo de la finalidad del trabajo del duelo

1.  Dar expresión y cauce sano a lo sentido desde las seis dimensiones de la persona

2.  Aceptar la realidad de la pérdida o de la muerte.

3.  Serenar primero y dominar después el sufrimiento que conlleva.

4.  Hacerse el doliente protagonista activo y principal de su proceso de elaboración.

5.  Integrar la extrañeza física. Dominar la pena de la separación.

6.  Vivir positivamente la energía afectiva, creyendo en la felicidad.

7.  Contar con un proyecto pleno de sentido y amor, dándolo y recibiéndolo.

8.  Amar con un nuevo lenguaje de amor al fallecido a quien, como creyentes, ponemos en las manos misericordiosas de Dios en la esperanza firme de la resurrección, donde nos ama con el amor purificado y pleno de Dios.

9.  Madurar y crecer en todas y cada una de las dimensiones de la persona. ¡Sólo se transforma el sufrimiento, cuando se transforma el sufriente!

10. Disponer de un “botiquín de duelo”, para cuando los puntillazos de la pena aparezcan.

Decálogo indicativo de un trabajo de duelo concluido

1. Se piensa y habla del fallecido sin manifestaciones físicas de sufrimiento, serenamente, sin llanto, aunque haya ocasiones en que aparezca un deje de tristeza, que no es agresivo.

2. Hay aceptación de la realidad de la muerte del ser querido, asumida como tal. No se emplean eufemismos.

3. Se recuerda con naturalidad al ser querido fallecido, hasta con una serena sonrisa; sin idealizar su figura.

4. No se vive en función del difunto, apegado a él/ella, o realizando proyectos en homenaje a su nombre.

5. Se invierten las energías en la vida y en los vivos, sin olvidar, sustituir, ni dejar de querer al difunto; con un amor desapegado y purificado.

6. Se vive con entusiasmo, mirando hacia el futuro, mostrando interés por proyectos de futuro, en una vida plena y serenamente feliz.

7. Se puede escuchar y ayudar serenamente a quien está en sufrimiento, sin la necesidad de que salga a flote el propio duelo.

8. La persona puede hablar del fruto y crecimiento obtenidos de su sufrimiento.

9. Se cuenta con una caja interior de herramientas para afrontar momentos críticos que puedan aparecer.

10.  Se vive con esperanza y alegría escatológicas, porque, desde la fe en la resurrección, don de Dios, se puede amar al ser querido, con un amor de ida y vuelta, en espera del reencuentro.

Decálogo del duelo por la muerte del hijo

1. La muerte del hijo/s provoca un sufrimiento tan desgarrador que araña las entrañas de los progenitores. Se presenta como antinatural, ya que en la lógica generacional todo progenitor espera ser enterrado por su hijo y no a la inversa. Es un tremendo impacto multidimensional que provoca una profunda convulsión, pues afecta a todas las dimensiones de la persona, (corporal, emocional, mental, social, valórica y espiritual).

2. Este sufrimiento revela por excelencia la complejidad del psiquismo, con todos sus cambios internos y externos, con graves repercusiones en las relaciones matrimoniales, en el trato con los hijos, con el resto de la familia y en las relaciones sociales.

3. La muerte del hijo no es un mero reflejo de la propia muerte, ni un trágico aviso de ella, ni muestra del inmenso sufrimiento existencial tras la ruptura de la mayor relación y vínculo afectivos. Es mucho más: es la muerte de la propia carne, una agonía para los procreadores, todo un replanteamiento existencial.

4. El sufrimiento, tras la muerte del hijo, es duradero, acosa, oprime, se muestra irresistible y omnipresente, hasta el extremo de parecer no tener fin. Deja profundas secuelas de por vida. Ningún progenitor vuelve a ser igual. Este hecho marca un antes y un después.

5. Pueden aparecer muchos síntomas insanos en la misma corporeidad, luchas y bloqueos interiores, dificultades relacionales entre cónyuges e hijos, conflictos inesperados con los más allegados, disgusto por la vida, perenne desmotivación, sensación de un vacío que no se llena, tristeza permanente. Este sufrimiento es el que toca las fibras más sensibles y vitales de la fe y de la vida espiritual, con serias repercusiones.

6. La muerte del hijo lleva a los padres dolientes a ponerse en camino para realizar un trabajo de duelo largo, penoso, totalmente novedoso, para el que no se está nunca suficientemente preparado; extremadamente empeñativo, porque, a la par de convivir seguramente con el mayor sufrimiento existencial de la propia vida, hay que reactivar todos los recursos internos y externos del doliente para asumirlo, aceptarlo y sanarlo: todo un desafío.

7. Elaborar este sufrimiento tan desgarrador es el único camino para no sobrevivir, ni quedarse en el sin sentido, ni prisionero del propio sufrimiento, ni para vegetar en la trastienda de la vida, sino para retomar una existencia plena.

8. El trabajo del duelo, que se convierte en una acción sobre el mismo doliente, es una tarea ineludible. El doliente domina en sí mismo el sufrimiento o el sufrimiento domina al doliente. Si éste no trabaja el propio sufrimiento con un saludable proceso de duelo, añadirá a su persona aún más aflicción y por más tiempo, y hará sufrir más a los que lo rodean.

9. Quien está transitando este camino ha de pedir ayuda y dejarse ayudar por un tiempo prolongado. Necesita desahogo, escucha, calor, amor, luz, sentido, esperanza y fe.

10. Sostener adecuadamente en este proceso de sanación exige mucha donación personal, extremada paciencia y constancia, una sana, voluntariosa y sabia relación de ayuda, expresión sublime de la compasión, empatía y consuelo.

Decálogo del duelo por viudez

1. En la muerte del cónyuge no basta con “estar en duelo”, con sufrir con los brazos cruzados, esperando que se vaya el sufrimiento. Hay que hacer el “trabajo de duelo”, transitando la entrada en la viudez con una hoja de ruta definida, con paciencia, pero sin pasividad, familiarizándose con los pasos internos de la modalidad de elaboración, mostrando humildad para pedir ayuda y dejarse ayudar con los recursos de dentro, de al lado y de arriba.

2. El doliente viudo es un sanador/herido, que ha de templar, “resilenciar” y sanar de raíz su padecimiento, cuidando de sí y de los suyos. La aflicción y su sanación han de ser asumidas y abordadas desde todas y cada una de las dimensiones de la persona: corporal, emocional, mental, social, valórica y espiritual; de una manera integral e integrada, al unísono.

3. La vida y la muerte. Ha muerto un cónyuge y el otro se encuentra “perdido”, desorientado. El proceder del duelo en la viudez es de “fondo y forma”, es decir, tiene en cuenta la fuerza del vínculo y del apego, el reorganizar el futuro sin el compañero de tantos años, considerando el destino del cónyuge muerto y del vivo. 

4. La muerte de un cónyuge crea un viudo/a e hijos huérfanos. Si bien se hace un proyecto de vida con otra persona, nunca un cónyuge es el sentido último del otro cónyuge. Ningún difunto quiere que los suyos se mueran con él. La esencia del proyecto de vida sigue en la viudez, con posibles reformulaciones. Idolatrar al cónyuge es esclavitud y muerte en vida.

5. Palpitar con “tres corazones en uno”: el primero, para el desahogo en el presente, sacando el desconsuelo, asumiendo el nuevo estado, realizando un saludable desapego; el segundo, para recordar gratamente el pasado; y un tercero, para no perder la perspectiva y esperanza en el trayecto de la viudez, mirando adelante y arriba.

6. No caer en la tentación de rendirse ante la tribulación, ser moldeados por ella, enlodarse en la culpa, aislarse, hacerse la víctima, rechazar la ayuda, resentirse, tomar decisiones indebidas, realizar actos sin valores, dando mal ejemplo, impedir la reconciliación, exiliar la alegría, vivir descreídos, morirse en vida, matar la esperanza. Nunca cerrar puertas, siempre abrir ventanas.

7. Padecer “lo que merece la pena”, “cuanto merece la pena” y durante “el tiempo que merezca la pena”. Sufrir más no es amar más. No añadir más pena a la ya existente y a la de los demás. No ensimismarse ante ella, ni mantenerla, ni acariciarla. La única deuda en el duelo es la de un amor ordenado: a Dios, al difunto, a sí mismo y a los vivos.

8. Que la fe cuente y no descuente. A la desgracia hay que agraciarla, hay que evangelizarla. Siempre como hijos del Padre; con Jesús, como Jesús, en Jesús; con el consuelo del Espíritu en el espíritu, en la ternura de María, que fue viuda, bajo el signo de la resurrección, en la comunión y participación eclesial, aprovechando todos los auxilios de la gracia dados en la oración, en la Palabra de Dios y en la celebración de los sacramentos. Que la fe purifique el sufrimiento y que el trabajo de duele purifique la fe.

9. Poner fin al trabajo de elaboración, disponiendo de un “buen botiquín de duelo”, con condiciones internas de “saneamiento”, para cuando los puntillazos de la llaga cicatrizada aparezcan.

10. El sufrir pasa, el haber sufrido, no. Curtidos de él, extraer frutos: autoconocimiento, crecimiento, madurez y santidad, siendo buenos samaritanos de otros en duelo.

Decálogo del duelo por orfandad

1. En la muerte de los padres no basta con quedarse en “estado” de sufrimiento, esperando que se vaya el sufrimiento. Hay que hacer el “trabajo de duelo”, porque la orfandad deja impronta en las personas, marca toda la existencia, crea nuevos caracteres, da una nueva visión de la vida y de la muerte, es como una poda.

2. Si el todo es mayor que la parte, el tiempo mayor que el espacio, el doliente a cualquier edad siempre es mayor que la dolencia del pasado, del presente y del futuro. Todo duelo por orfandad debe ser procesado con una buena metodología de sanación.

3. Elaborar una orfandad en plena formación de la personalidad es tarea complicada, porque no se cuenta con madurez, experiencia andada, perspectiva de vida, recursos y vínculos a quien acudir por iniciativa propia. Es un camino que depende del buen hacer y ser de los cercanos, de los referentes adultos. Por ello, este trabajo de duelo nunca debe ser huérfano.

4. Los vínculos sanos son el alma mater de toda elaboración de las heridas. En los duelos de orfandad hay que “dejarse adoptar” por buenos referentes y ayudas: siempre se necesita lo más parecido a un padre/madre. Con Dios Padre nadie es huérfano en esta vida, ni en la otra.

5. El gran peligro en la orfandad es arrastrar anemia afectiva vitalicia, ir a la zaga de la herida, diluir el encanto por la existencia, no ser protagonista, perder el dominio de sí mismo, quedarse anclados en el pasado, hipotecar el futuro. Buen duelo es sinónimo de elección y de proyección de cara al porvenir, porque éste no es para ser esperado, sino para ser labrado.

6. El doliente huérfano es un sanador/herido, que ha de templar, “resilienciar” y sanar de raíz su padecimiento, cuidando de sí. La aflicción y sanación han de ser asumidas y abordadas desde todas y cada una de las dimensiones de la persona: corporal, emocional, mental, social, valórica y espiritual; de una manera integral e integrada, al unísono.

7. Las circunstancias y edades son importantes. Todo proceso de elaboración de duelo es de forma y fondo, afrontando la vida, la muerte y el amor, con vistas al futuro. Muerte que asumir e interpretar, vida que proteger y potenciar, amor que ordenar y recrear.

8. Hay que balancear aflicción y aceptación, ausencias y presencias, carencias y tenencias, pasado y presente, inicio y cierre, muerte y vida, para padecer “lo que merece la pena”, “cuanto merece la pena” y durante “el tiempo que merezca la pena”.

9. El trabajo de duelo debe concluir, disponiendo de un “buen botiquín de duelo”, con condiciones internas de “saneamiento”, para cuando los puntillazos de la llaga cicatrizada aparezcan.

10. El sufrir pasa, el haber sufrido, no. Curtidos de él, extraer frutos: autoconocimiento, crecimiento, madurez y santidad, siendo buenos samaritanos de otros en duelo.

Decálogo de la amistad verdadera

1. La amistad, lirio del espíritu, «un alma en dos cuerpos» (Aristóteles), patrimonio de la humanidad, bien necesario, de puertas abiertas, cheque en blanco entre dos personas, sal de la vida, obra maestra a dúo, siempre virtuosa, es inherente a la naturaleza humana. ¿Qué no se le da a alguien con el don de un amigo?

2.  La amistad, armoniosa sinfonía de comunidad, comunicación y comunión, no es anárquica; la rige, dirige y corrige el amor sincero, concorde y oblativo, de él está preñada y en él encuentra su perfección.

3.  La verdadera amistad, que conlleva fe en el amigo, voluntad de fidelidad en el amor, decisión de sinceridad y adhesión a la verdad, es reclamada por una conciencia recta. «Cada virtud necesita un hombre; pero la amistad necesita dos» (Montaigne).

4. La confianza es el anima mater de la amistad. Es tan señorial que es más vergonzoso desconfiar de los amigos que ser engañados por ellos. Franqueza, generosidad, aceptación, benevolencia, apertura, altruismo, libertad, lealtad, desinterés, gratuidad, tolerancia, empatía y madurez son algunos de los apellidos de la amistad.

5. La amistad, educable, educada y educadora, que siempre ha de ser cuidada como a la niña de los ojos, persigue transparentemente tres objetivos: la virtud, por honesta; el diálogo, como deleite; y la mutua correspondencia, como complemento.

6. El verdadero amigo es como la sangre, acude a la herida sin que lo llame nadie. La medida de la amistad es darse sin medida.

7. El verdadero amigo es difícil de encontrar, fácil de querer e imposible de olvidar.

8. La amistad es valor de valores, pero al amigo no se lo desea perfecto, sino bueno, humano, franco.

9. «Hay que buscar el amigo en el pecho de uno mismo» (Séneca). Dime cómo es tu amistad y te diré quién eres.

10. «Dios es amistad» (Aelredo de Rievaulx), el Amigo verdadero. El hombre se hace amigo de Dios, porque antes Él se hace amigo del hombre.

Decálogo del duelo por la muerte del amigo

1. ¡Cuánto lacera la muerte del amigo/a verdadero, «la mitad del alma»! (Horacio), alguien elegido por uno mismo, a quien se le ha abierto todo el corazón, con quien se ha dialogado en total confianza, se han compartido experiencias únicas, se han afrontado serias dificultades, se ha vivido la gratuidad del amor. Es, ciertamente, un sufrimiento que araña las entrañas, de primera clase, no conlleva un proceso de duelo de segunda categoría. «Siento más tu muerte que mi vida», se lamenta el poeta amigo (Miguel Hernández, Elegía a Ramón Sijé).

2. Ante la muerte del amigo, en cualquier edad que ocurra, no basta con “estar en duelo”, hay que “hacer el trabajo de duelo”, sin atajos. El afectado, sanador/herido, ha de resistir, templar, “resilienciar” y sanar de raíz su dolencia, cuidando de sí mismo y de los suyos. Esta labor no ha de quedar a la intemperie y ser entregada sin más al paso del tiempo.

3. El ineludible proceso de duelo transita una hoja de ruta bien definida. Este modo de actuar nunca ha de quedar huérfano. Con paciencia, pero sin pasividad, ajustándose a las dinámicas internas de sanación, la persona sufriente mostrará humildad para pedir ayuda y dejarse ayudar, empleando todos los recursos internos, comunitarios y de la gracia.

4. El impacto por la muerte del amigo ha de ser asumido y abordado desde todas y cada una de las dimensiones de la persona: corporal, emocional, mental, social, valórica y espiritual-religiosa; de una manera integral e integrada, al unísono.

5. “Duelar” es un compromiso de “fondo y forma”, mirando a los ojos de la vida y de la muerte, caminando con serena aceptación, desenraizando el malestar, aplicando buenas actitudes y aptitudes buenas, potenciando el sano desapego, entregando cordialmente a Dios el amigo muerto, recreando la vida con una misión y proyecto plenos, creyendo en la felicidad.

6.  En el camino del duelo se palpita con “tres corazones en uno”: el primero, en el presente, para el desahogo, pues es enorme la extrañeza; el segundo, para recordar todo lo hermoso del pasado compartido con el amigo; y el tercero, para no perder la perspectiva y esperanza en el futuro, mirando adelante y arriba.

7. No caer en la tentación de tirar la toalla ante la tribulación, de ser moldeados por ella. Hay que balancear aflicción y aceptación, ausencias y presencias, carencias y tenencias, pasado y presente, inicio y cierre, muerte y vida, para sufrir por “lo que merece la pena”, “cuanto merece la pena” y durante “el tiempo que merezca la pena”.

8. Que la fe, la esperanza y el amor cuenten y no descuenten. A toda desdicha hay que agraciarla: siempre como hijos del Padre; con Jesús, como Jesús, en Jesús; con el consuelo del Espíritu en el espíritu, en la ternura de María, bajo el signo de la resurrección, en la comunión espiritual de un amor “de subida y de bajada”, en participación eclesial, aprovechando todos los auxilios de la gracia dados en la oración, en la Palabra divina y en la celebración de los sacramentos. Que la fe purifique el padecimiento y que éste depure la fe.

9. El cariño, recuerdo y extrañeza serenos por el amigo muerto no terminan nunca, pero sí ha de concluir el proceso de elaboración por el pesar que conlleva, disponiendo de un “buen botiquín de duelo”, con condiciones internas de “saneamiento”, para cuando los puntillazos de la herida cicatrizada aparezcan.

10. El sufrir pasa, el haber sufrido, no. Hay que extraerle provecho: auto conocimiento, crecimiento, madurez y santidad, siendo buenos samaritanos de otros dolientes.

Decálogo del duelo por la muerte de la amistad

1. La amistad, enraizada en el amor auténtico, nace, crece, madura, es abierta y expansiva. Se espera que nunca muera. Por propia esencia, demanda permanecer fiel a sí misma. Cultivarla, pulirla y, si es necesario, restaurarla es fuente de alegría indecible y prevención de grandes sinsabores

2. La clausura de una amistad, profunda y prolongada en el tiempo, sea cual fuere su causa, y quien la provocare, genera una hemorragia interna. La dulzura de su encanto se transforma en amargura de desencanto. Ante una amistad condenada a la rotura, siempre es preferible evaluar oportunamente su cierre, guiándose con serenidad y progresividad, evitando desgastes, tensiones y llegar a situaciones lamentables e hirientes.

3.  La amistad hecha añicos tiene causas muy dañinas: la mentira de por medio, la falta de trasparencia, el doloso engaño, la vil negación, la hipocresía en la relación, la doblez en las intenciones, la mañosa utilización, la burda manipulación, la falta de delicada atención y correspondencia por parte del amigo.

4. El naufragio de una amistad conlleva grave desilusión, inolvidable decepción, manifiesta frustración, derrumbe de un ideal, lamentable sensación de fracaso, desengaño y hasta de traición: sufrida, ¡qué dolorosa!, o causada, ¡que no puede ser menos penosa!; sin olvidar la dificultad para manejar molestas situaciones posteriores y entablar una nueva amistad.

5.  Síntomas en una amistad despedazada: descontrol personal multidimensional, enojo manifiesto, temor persistente, culpa por haber fallado, bronca con uno mismo por ser tan confiado, descreimiento enraizado, actitud a la defensiva, pérdida de autoestima, y mucho resentimiento, nada fácil de manejar.

6. A la herida por la muerte de una amistad no hay que restarle importancia, necesita un esforzado, paciente y hacendoso tratamiento de duelo para cicatrizarla; no ha de quedar al azar, ni al libre transcurso del tiempo. Es imprescindible entrar en una decidida dinámica de sanación: con inicio, desarrollo y conclusión; zurcir con sabiduría y mesura, prudencia y justicia, con fortaleza y templanza, con benevolencia y misericordia, un corazón roto. Es una tarea muy personal, donde nunca hay que aislarse y siempre pedir ayuda.

7. «¡Dios nos libres de enemistades de amigos!» (Lope de Vega). Es deseable proceder siempre con nobles actitudes, con el diálogo por delante, huyendo de la venganza y revanchismo, de la difamación y vilipendio, de satanizar al otro y de promover escenas indebidas; actuando con mucha humildad, encapsulando la soberbia y maniatando el orgullo. Es preciso un riguroso examen de conciencia, revisando los valores personales: ¿En qué se ha fallado? ¿Qué hay que corregir de la propia persona? ¿Qué hay que mejorar?

8.  Algo fundamental: sin empatía tolerante, sin perdón, ni reconciliación no hay llave de candado para ningún proceso de duelo, y menos por una amistad frustrada.

9. Qué provechoso es utilizar los recursos espirituales-religiosos. Jesús, el mejor amigo, es también el óptimo compañero y pedagogo para orientar el manejo de una amistad quebrada. Él da fuerzas y entereza para animarnos con todo. Él pasó por la cruz del abandono, negación y traición.

10.  La energía empleada en un laborioso trabajo de duelo por integrar con equilibrio la muerte de una amistad ha de dar frutos en el doliente/dueliente, debidamente serenado y sanado su corazón: aprender de la experiencia, quedarse con lo mejor de lo vivido, recrear la ilusión y la esperanza en la amistad, porque ésta, incrustada en el amor, siempre es más grande que cualquier ruptura, traición, negación o decepción; infinitamente bella y, además, necesaria.

Decálogo del duelo cristiano

1. Ante el sufrimiento es inaceptable una actitud dolorista. Hay que hacer el “trabajo de duelo”, transitando una hoja de ruta con paciencia, pero sin pasividad, familiarizándose con sus procesos internos de la elaboración.

2. El doliente es un sanador/herido, que ha de templar, “resilenciar” y sanar de raíz su sufrimiento, cuidando de sí mismo.

3. La aflicción y su sanación han de ser asumidas y abordadas desde todas y cada una de las dimensiones de la persona: corporal, emocional, mental, social, valórica y espiritual; de una manera integral e integrada, al unísono.

4. El proceder de duelo es de “fondo y forma”, de “doble visión”, desde las “dos orillas”, con serena aceptación y “entrega cordial”.

5. Palpitar con “tres corazones en uno”: el primero, para el desahogo en el presente; el segundo, para recordar el pasado; y un tercero, para no perder la perspectiva y esperanza, hacia adelante y hacia arriba.

6. No caer en la tentación de rendirse ante la pena, ser moldeados por ella, enlodarse en la culpa, aislarse, hacerse la víctima, rechazar la ayuda, resentirse, impedir la reconciliación, exiliar la alegría, vivir descreídos, morirse en vida, matar la esperanza. Nunca cerrar puertas, siempre abrir ventanas.

7. Padecer “lo que merece la pena”, “cuanto merece la pena” y durante “el tiempo que merezca la pena”. No añadir más sufrimiento al ya existente y al de los demás. No mantenerlo, ni acariciarlo. La única deuda en el duelo es la de un amor ordenado: a Dios, al difunto, a sí mismo y a los vivos.

8. Que la fe cuente y no descuente. Al sufrimiento hay que agraciarlo, hay que evangelizarlo. Siempre como hijos del Padre; con Jesús, como Jesús, en Jesús; con el consuelo del Espíritu en el espíritu, en la ternura de María, bajo el signo de la resurrección, en la comunión y participación eclesial, aprovechando todos los auxilios de la gracia dados en la oración, en la Palabra de Dios y en la celebración de los sacramentos. Que la fe purifique el sufrimiento y que el sufrimiento purifique la fe.

9. Poner fin al trabajo de elaboración, disponiendo de un “buen botiquín de duelo”, con condiciones internas de “saneamiento”, para cuando los puntillazos de la pena cicatrizada aparezcan.

10. El sufrir pasa, el haber sufrido, no. Curtidos de él, extraer frutos: auto conocimiento, crecimiento, madurez y santidad, siendo buenos samaritanos de otros en duelo.