Muchos creen que ante el duelo hay que dejar pasar el tiempo que todo lo cura y considerar el sufrimiento como propio, exclusivo y no compartible; no hablar y sufrir en soledad y en silencio; procurar despejarse y evadir los recuerdos; vivir como si nada hubiera pasado, cayendo así en una especie de sumisión ante el fatalismo. ¡Es un gran error!
Otros, por el contrario, creen que el duelo es un continuo lamento y desahogo exteriores, situándose en un estilo de vida eternamente infeliz; o recluyéndose en un mundo imaginario por sentirse agobiados por la realidad. ¡No es lo más saludable!
No es tampoco el duelo para olvidar ni para dejar de amar al ser querido muerto[55]. Muchos dolientes se sienten obligados (por sí o por otros) a olvidar a la persona muerta, partiendo de la idea (propia o insinuada por otros) de que hay que seguir adelante sin mirar atrás. ¡Sería absurdo![56]
La finalidad del duelo, sin olvidar que es un proceso, consiste en:
- Dar expresión y cauce sano a los sentimientos.
- Serenar el sufrimiento que conlleva.
- Hacerse el doliente protagonista activo y principal de su proceso de elaboración.
- Dominar la pena de la separación.
- Aceptar la realidad de la muerte.
- Integrar la extrañeza física.
- Trasformar y reorientar positivamente la energía afectiva, creyendo en la felicidad.
- Vivir con un proyecto pleno de sentido y amor, dándolo y recibiéndolo.
- Amar con un nuevo lenguaje de amor al fallecido a quien, como creyentes, ponemos en las manos misericordiosas de Dios en la esperanza firme de la resurrección, donde nos ama con el amor purificado y pleno de Dios.
- Madurar y crecer en todas y cada una de las dimensiones de la persona.
[55] «El trabajo del duelo no conlleva olvido; al contrario, garantiza el no olvido», según C. Fauré, Vivre le deuil au jour le jour, Albin Michel, París 2015, 25.
[56] El 14 de febrero de 1901, san Charles De Foucauld escribía una carta a su hermana Mimí. Hacía un año que había muerto su sobrino Regis, al poco tiempo de nacer: «Que Regis tenga siempre un lugar en las conversaciones de la familia: acordaos todos de él; que no sea ni olvidado de sus hermanos ni hermanas, ni dejado en silencio; que se hable de él frecuentemente, como si viviera; está más vivo que todos nosotros, que vivimos sobre esta tierra; él es el único de todos tus hijos que está perfectamente vivo, pues sólo él posee la vida eterna que nosotros podemos perder, ¡ay!, como tantos otros la pierden; pero que este querido Regis nos ayudará a obtener. […] Yo le rezo a menudo y con fruto. Le pido que me enseñe a orar; pídeselo tú también y enseña a tus hijos a que se dirijan a él en sus necesidades. ¡Los ama tanto y es tan poderoso!», en Ch. De Foucauld, “Escritos Espirituales”, Herder, Barcelona 1979, 72.